Erase una vez un eremita que, pese a su avanzada edad, sus cabellos blancos y su rostro plagado de arrugas, mantenía una mente sagaz y despierta y un cuerpo flexible. Además había logrado un asombroso dominio de sus facultades, si bien lo que no consiguió fue callar su arrogante ego.
Pero, como le sucede a todo el mundo, un día el Señor de la muerte le envió a uno de sus emisarios para comunicarle que había llegado la hora de despedirse de este mundo.
Gracias a su talento para la clarividencia, el ermitaño intuyó lo que iba a suceder y desplegó a su alrededor 39 figuras idénticas a la suya, de tal manera que, al llegar al mensajero de la muerte, éste quedó totalmente
confundido y no pudo apresar al astuto anciano.
Cuando regresó ante su amo y explicó lo sucedido, el Señor de la Muerte le susurró al
oído lo que debía hacer y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
De nuevo ante el eremita, éste repitió el truco
de la multiplicación, pero esta vez el emisario dijo: "¡Qué gran proeza!
Aunque hay un pequeño fallo".
El anciano, herido en su orgullo, preguntó:
¿Cual?. Y esa fue su perdición, porque al hablar el emisario de la Muerte lo atrapó, ya que lo único que hace falta para descubrir a un ególatra es una palabra de adulación o critica.
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