Dos hermanos, Pedro y José, compartían unos campos y un molino.
Cada noche, después de haber molido el grano
durante toda la tarde, dividían los sacos de harina equitativamente pese a que uno de ellos vivía solo y el otro se había casado y tenia ya cuatro hijos.
Un día, el hermano soltero, Pedro, pensó lo siguiente.
No me parece justo que distribuyamos el grano a partes iguales.
Yo sólo debo preocuparme de mi mismo, mientras José siempre procura que sus hijos no les falte de nada.
Por eso, cada noche, intentando no hacer ruido
acarreaba algo de su harina hasta el almacén de su hermano. José, por su parte, tampoco dejaba de pensar en la situación de su hermano.
No está bien que yo me lleve a casa los mismos sacos de harina, porque yo tengo hijos
que me darán de comer cuando sea anciano,
pero Pedro no ha encontrado a nadie con quien vivir. ¿ Qué hará cuando sea viejo?
De modo que, noche tras noche, llevaba en secreto sacos a su hermano y así cada mañana ambos seguían teniendo la misma cantidad.
Hasta que una noche se encontraron en pleno
transporte y, soltando los sacos, se dieron un fuerte abrazo.
Se dieron cuenta de que, más que la harina, lo más valioso que tenían era el amor que sentían el uno por el otro.
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