Cuando era niño aprendí a amar y a confiar en quienes Dios puso a mi lado: mis padres, mis hermanos, mis maestros
¡y viví una niñez feliz!
Cuando fui adolescente comprendí que mi vida
era mía, que tenía que saberla descubrir yo mismo y aprender a luchar sin temor.
Cuando fui joven, que un reto vivir la vida,
que podía triunfar o fracasar, ser grande o
perderme en el camino y que todo dependía de mí.
Cuando fui adulto, comprendí que al lado del
trigo crece también la hierba y que el dolor
y el sacrificio son parte inseparable del corazón humano.
Cuando mis cabellos se tiñeron de blanco, y
todo lo fui mirando de adelante hacia atrás,
comprendí que el amor y la comprensión son
las dos columnas que sostienen la vida y que
quienes cimentaron sus vidas sobre ellas ven llegar sus días finales con regocijo y plenitud.
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