Un anciano vagaba por el mundo con el propósito de alcanzar la sabiduría.
Cansado de andar decidió subir a la montaña más alta, con la esperanza de ver y conocerlo
antes de morir.
Al llegar a lo más alto, comprobó que solo podía distinguir un mar de nubes por debajo suyo y no el mundo que deseaba conocer.
Resignado, encontró un árbol gigantesco y decidió descansar.
Al sentarse a su sombra no pudo menos que exclamar:
-Los sabios deben protegerte, pues ni la ventisca ni el huracán han podido abatir tu grandioso tronco ni arrancar una de tus hojas. Ni mucho menos- contestó el árbol sacudiendo sus ramas con altivez y agitando su copa.- El viento se detiene asustado ante mi, sabe bien que nada puede hacerme.
El anciano se levantó y se marchó, indignado
de que algo tan bello pudiese ser tan necio como lo era ese árbol. Al rato, el cielo se oscureció de pronto, tembló la tierra y el viento en persona se presentó frente al árbol.
-¿Así que no soy lo suficiente potente para ti
y te tengo miedo? -rugió.
El viento comenzó a reír. A su risa el resto de los árboles se inclinaron atemorizados.
-Has de saber que si hasta ahora te he dejado en paz, ha sido porque das sombra y cobijo al caminante.
Mañana, a la luz del sol, tendrás tu castigo.
Mientras transcurría la noche el árbol meditaba sobre la terrible venganza del viento
Hasta que se le ocurrió un remedio que quizás le permitiese sobrevivir, se despojó de todas sus hojas y flores.
A la salida del sol, el viento se presento tal como lo había anunciado y en vez de un árbol magnífico, rey de los bosques, encontró un miserable tronco, mutilado y desnudo.
Al verlo de ese modo, el viento le dijo al árbol:
-¿Que mayor venganza para tu orgullo que la que tú mismo te has infringido? De ahora en
adelante, todos los años, tú y tus descendientes
recuperareis esta apariencia, para que nunca olvidéis que no se debe ser necio y orgulloso.
Por esa razón todos los descendientes de aquel antiguo árbol pierden las hojas en otoño.
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