Cuentan que un mendigo solía sentarse a la puerta de una tienda de dulces y pasteles para pedir limosna.
Se sentaba en la postura de loto junto a la puerta y esperaba en silencio que le echaran
algunas monedas cuenco que tenia a sus pies.
Los clientes, que salían con sabrosas tartas y
golosinas, se conmovían por su quietud y le dejaban algunas limosnas.
Pero al pastelero le molestaba su presencia:
-¡Va a espantarme a la clientela! - se decía.
Así, un día se dirigió a él de malos modos.
-¿Se puede saber por qué te pones todos los
días junto a mi puerta? ¿Por qué no te vas a
la puerta del templo?
Allí no molestas, y no hay peligro de que espantes a los elegantes clientes que vienen a
mi tienda.
-¡Oh! - exclamó el mendigo, saliendo de su meditación-.Elijo este lugar porque de tu horno sale una aroma tan exquisito que solo
el aspirarlo me sacia el hambre.
Aquello enfureció aún más al pastelero.
-¡Ajá! Así que yo me levanto al alba, acarreo
los sacos de harina y los cántaros de agua,
mezclo huevos y azúcar, me fatigo amasando y
moldeando, me sofoco con el calor del horno...
y todo para que tú te aproveches del aroma de los pasteles que yo he hecho con mi trabajo. Págame ahora mismo el aroma que has aspirado.
-¡Pero si no tengo dinero...! se defendió el mendigo.-
-Tienes tres monedas en tu cuenco. ¡Dámelas!
¡Son mías!
Como el mendigo se resistía, acudieron al juez
de la ciudad, que tenia fama de justo.
El magistrado escuchó primero al pastelero:
-¡Señoria! -clamó-, este hombre aspira el olor de los pasteles que yo fabrico con el sudor de
mi frente.
-¿Es eso verdad?- preguntó el juez al mendigo.
Este bajó la cabeza:
-Si, señor Es un aroma tan exquisito que aplaca el hambre de mi estómago, me alegra
la mañana y da paz a mi corazón.
El juez entonces reclamó:
-¿Cuantas monedas tienes en el cuenco?
-Tres, señor. Es todo lo que tengo.
-Dámelas.
El mendigo obedeció, y cuando tuvo las monedas en su mano, el juez las lanzó al aire
Las monedas cayeron sobre el suelo de mármol de la sala, produciendo un alegre tintineo metálico. Al verlo, el pastelero se lanzó al suelo a recogerlas. Y en ese momento
el juez exclamo:
-¡Alto ahí! ¡Alguaciles: expulsen a este hombre de la sala!
El comerciante quedó atónito:
-Pero, señoria, si solo iba a recoger esas monedas, que son mías.
Y el juez sentenció:
-¡No! Las monedas son del mendigo. El ya te
pagó.--¿Como?
-Sí el sonido de sus monedas son el justo precio del aroma de tus pasteles. Vete y no
vuelvas nunca por aquí.
-A veces creo que lo que considero mío no lo
es.
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