Era un profesor comprometido y estricto, conocido también por sus alumnos como un hombre justo y comprensivo.
Al terminar la clase aquel día de verano, mientras el profesor ordenaba unos documentos de su mesa, se le acercó uno de sus alumnos y, de manera desafiante, le dijo:
-Profesor, lo que me alegra por haber terminado la clase es que no tendré que escuchar más sus tonterías y podré dejar ver esa cara suya tan aburrida.
El alumno estaba erguido y con expresión arrogante, en espera de que el profesor reaccionara ofendido y descontrolado.
El profesor miró al alumno por un instante y
con enorme tranquilidad le preguntó:
-Cuando alguien te ofrece algo que no quieres
¿lo recibes?
-Por supuesto que no -contestó el muchacho, de
nuevo en tono despectivo, pero desconcertado al mismo tiempo por la calidez con que el profesor le había hecho la pregunta.
-Bueno- prosiguió el profesor-, cuando intenta ofenderme o me dice algo desagradable, me está ofreciendo algo, en este caso una emoción de rabia y rencor, que puedo decidir
no aceptar.
-No entiendo a qué se refiere- dijo el alumno, confundido.
-Muy sencillo -replicó el profesor-; tú me estás
ofreciendo rabia y desprecio, y si yo me siento
ofendido o me pongo furioso, estaré acectando
tu regalo, y yo, amigo mio, en verdad prefiero
obsequiarme mi propia serenidad.
Muchacho- concluyó el profesor en tono amable
-,tu rabia pasará, pero no trates de dejarla conmigo, porque no me interesa, yo no puedo
controlar lo que tú llevas en tu corazón, pero de mí depende lo que yo cargue en el mio.
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