Un obispo iba a navegar hacia Europa en un
transatiantico.
Cuando subio, a bordo, se enteró de que otro
pasajero compartiria con él su camarote, lo cual no fue de su agrado.
Así, se dirigió sin pausa al despacho del sobrecargo y le pregunto si podia guardar su
reloj de oro y otros objetos valiosos en la caja fuerte del navío. Ante la cara de sorpresa de este, el obispo le explicó que el no solia hacer uso de este privilegio, pero que,
en esta ocasión, al ver la apariencia del hombre con el que compartir camarote, temia
que esa persona no fuera de confianza.
Si me puede hacer ese favor,, se lo agradecere,
insistio el obispo.
El sobrecargo, sin apenas inmutarse, aceptó la
responsabilidad, y le dijo: De acuerdo, con gusto
cuidaré de sus pertenencias, pero sepa que el
pasajero que comparte camarote con su excelencia reverendisima estuvo anteriormente
aqui y me entregó también sus objetos y joyas
mas preciados por la misma razón que usted.
Esta historia demuestra que todos estamos
expuestos a ser juzgados.
Por eso, es conveniente tener prudencia y
mucha discreción antes de ponerle una etiqueta a alguien sólo por su apariencia.
Todo el mundo se merece que le demos una
oportunidad antes de emitir un juicio.
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